—Ahá, el arriador.
—¿Cuál?
—El cabo'e plata.
—Está en el cuarto contra el baúl.
—Vi a alzarlo.
—¿No matiamos?
—Aurita.
Mientras Goyo buscaba su arriador, ensillé chiflando mi petizo que dormitaba, gachas las orejas, resoplando a intervalos con disgusto.
Cuando entré a la cocina, estaban ya acompañando a Goyo, Pedro Barrales y Don Segundo.
—Güenos días.
—Güenos días.
Horacio entró descoyuntándose a desperezos.
—Te vah'a quebrar — rió Goyo.
—¿Quebrar?... Ni una arruguita le vi a dejar al cuerpo.
Silencioso, Valerio transpuso el umbral, dirigiéndose a un rincón, donde en cuclillas se calzó un brillante par de lloronas de plata. Después rodeamos el fogón y el mate comenzó a hacer sus visitas.
Cada cual vivía para sí y mi alegría de pronto se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.