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Hecha mi revisación de haberes, me sentí feliz rememorando cómo los preparativos de ese primer viaje fueron fáciles para mí. El patrón me había hecho entregar los veinticinco pesos de mi sueldo mensual, con los cuales pude pagar el potrillo, sobrando para "los vicios".

¿Qué más quería? Tres petizos, de los cuales uno chúcaro que podía reservarme una mala sorpresa es cierto, recado completo con su juego de riendas y bozal, su manea, lonjas y tientos, ropa para mudarme en caso de mojadura y buen poncho que es cobija, abrigo e impermeable. Con menos avíos, a la verdad, suele salir un resero hecho.

Concluído aquel recuento, al tiempo que anudaba las alzaprimas de mis espuelas, me incorporé satisfecho, echando, no sin tristeza, una mirada a mi cuartito y al catre, que quedaba desnudo y lamentable como una oveja cuereada. Adiós vida de estancia, ya veríamos lo que nos reservaban los caminos y el campo sin huellas.

Con las dos mudas envueltas en el poncho, puesto en la cintura, salí andando de a pedacitos hasta afuera y me detuve un rato, porque la noche suele ser traicionera y no hay que andar llevándosela por delante.