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—No será cebao en carne' e cristiano.

Su desprecio era duro e hirió mi amor propio. Extendí hacia ella mi mano. Aurora hizo unos pasos atrás. Entonces sentí que por ningún precio la dejaría escapar y rápidamente la tomé entre mis brazos, a pesar de su tenaz defensa y de sus amenazas.

—¡Largame o grito!

Empeñosamente la arrastré hacia el escondite de los tallos verdes, que trazaban innumerables caminos. Entorpecido por su resistencia, tropecé en un surco y caímos en la tierra blanda.

Aurora se reía con tal olvido de su cuerpo que hacía un rato tenazmente defendía, que pude aprovechar de aquel olvido.

Un solo momento calló, frunciendo el rostro, entreabriendo la boca como si sufriera. Luego volvió a reír.

Orgulloso no pude dejar de decirle:

—¿Me querés, prendita?

Aurora enojada me apartó de un solo golpe, poniéndose de pie.

—Sonso,... sinvergüenza..., decí que sos más juerte.

Y la dejé que se fuera, muy digna, murmurando frases que consolaban su pudor y su amor propio.