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—La manea.

—¿Ande la tiene?

—Craiba que te la habías puesto.

Un momento tardé en darme cuenta de su decir. Cuando comprendí hice lo posible por reírme, aunque me sintiera burlado con justicia.

—No es que me haiga maniao Don, pero tengo miedo que el patrón se me siente.

—Cuando yo tenía tu edá, le hacía el gusto al cuerpo sin pedir licencia a naides.

Aleccionado me alejé tratando de resolver el conflicto creado por las ansias de irme y el temor de un chasco.

Como Don Jeremías se había mostrado bondadoso, a él dirigí aunque tartamudeando mi pedido. El inglés se encogió de hombros:

—Valerio te dirá si te quiere yevar.

Valerio, de quien menos esperaba yo comedimiento, me dijo que hablaría con el patrón, pidiéndole permiso para agregarme a los troperos con medio pago.

—Mirá, — agregó — que el oficio es duro.

—No le hace.

—Güeno, esta noche te vi a contestar.

Cuando media hora más tarde, Valerio me hizo