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nas moldeadas por el recado arqueábanse sobre los pies, como para solidificar su equilibrio, y sus hombros echados hacia atrás, a fin de despejar el pecho, parecían complacerse de sentir su capacidad de dominio.

Lastimosa, la yegua, cuyo cogote sudado apenas podía sostener la cabeza, jadeaba afanosamente, los ijares temblorosos y vacíos.

—Esta no es como la zaina — dijo Valerio con cierta satisfacción.

—No, señor; — replicaba Don Segundo con su asombrada voz de falsete — ésta es alazana.

De pronto recordé que estaba en mi petizo Sapo, con mi carrito de pértigo a la cincha, abriendo la boca ante los ojos mismos del patrón y un susto repentino me hizo castigar al pobre bichoco, tomando rumbo a las casas al compás del férreo canto de la horquilla, que temblequeaba sobre las planchas del carrito. ¡Dale música hermano y moveme esos güesitos!

A la oración, el señor me mandó llamar para que le cebara unos mates, bajo la sombra ya oscura de un patio de paraísos. Para eso tuve que ir a la cocina de adentro. La cocinera, que me entregó el poronguito, me hizo largas recomendaciones, diciéndome casi que el patrón me iba a