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bre se puso a observarme con atención, como si algo curioso había esperado encontrar en mi semblante.

—La lengua — dijo — parece que la tenés pelada.

Comprendí y se me encendió la cara. Don Segundo temía una indiscreción y prefería no conocerme. Un rato largo quedamos en silencio, y el diálogo interrumpido entre el forastero y el domador volvió a arrastrarse lentamente.

—¿Son muchas las yeguas?

—No, señor. Son ocho no más, son.

—Me han dicho que los animales d'esta cría saben salir flojos de cincha.

—No, señor; son medioh'idiosos no más, son.

La campana llamó para la comida. Don Segundo seguía chupando la bombilla y ya había yo cambiado dos veces la cebadura.

Fueron cayendo los peones abotagados de calor, pero alegres de haber concluído por un tiempo con el trabajo. Siendo casi todos conocidos del forastero, no se oyó un rato sino saludos y "güenos días".

Poco dura la seriedad en una estancia cuando en ella trabajan numerosos muchachos inquietos y fuertes. Goyo tropezó en los pies de Horacio.