bancos y continuó la conversación con grandes pausas.
Volviéndose hacia mí, Valerio ordenó con autoridad:
—A ver pues, muchacho, traite un mate y cebale a Don Segundo.
—¿Este?
—No. Ese es de Gualberto que' es medio mañero. Agarrá aquel otro sobre la mesa.
Encantado puse una pava al fuego, activé las brasas y llené el poronguito en la yerbera.
—¿Dulce o amargo?
—Como caiga.
—Dulce, entonces.
—Güeno.
Arrimé un banco para mí y, mientras el agua empezaba a hacer gorgoritos, contemplé a Don Segundo con cierto resentimiento, por no haber sido en su saludo un poco menos distraído.
Como nadie hablaba, me atreví a preguntarle:
—¿No me reconoce?
Don Segundo me miró sin dignarse hacer un esfuerzo para darme gusto.
—Yo juí — agregué — el que le espantó el redomón ayer noche en las quintas del pueblo.
Lejos de la exclamación que esperaba, mi hom-