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gatas hacia la cocina. Tenía frío y el cuerpo cortado de cansancio.

En torno al fogón, casi apagado, concluía de matear la peonada y ligué tres amargos que me despertaron un tanto.

—Vamos — dijo uno, y como si no se hubiese esperado sino aquella voz, nos desparramamos desde la puerta hacia rumbos diferentes.

La primera mirada del sol me encontró barriendo los chiqueros de las ovejas, con una gran hoja de palma. No era muy honroso en verdad, eso de hacer correr las cascarrias por sobre los ladrillos y juntar algunos flecos de lana sarnosa; sin embargo, estaba tan contento como la mañanita. Hacía mi trabajo con esmero, diciéndome que por él era como los hombres mayores. El fresco apuraba mis movimientos. En el cielo deslucíanse los colores volteados por la luz del día.

A las ocho nos llamaron para el almuerzo y mientras, a diente, despedazaba un trozo de churrasco, espié a mis compañeros de quienes todo quería adivinar en los rostros.

El domador, Valerio Lares, era un tape forzudo, callado y risueño; hubiera deseado hacerme amigo suyo, pero no quería ser entrometido. Además, nadie hablaba porque el escaso tiempo de