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de mi recadito, pero por suerte tenía en mis bolsillos una caja de fósforos. A la luz insegura de la pequeña llama, pude juntar matras, carona, bastos, pellón, sobrepuesto y pegual. Ajustado el todo con la cincha, me eché el bulto al hombro volviendo a mi cuarto, donde agregué mis nuevos haberes al poncho, las botas y las riendas. Y como no tenía más que llevar, me tumbé entre aquellas cosas de mi propiedad dejando vacía la cama, con lo cual rompía a mi entender con toda la ligadura ajena.

De noche aun desperté, el flanco derecho dolorido de haberse apoyado sobre el freno, el trasero enfriado por los ladrillos, la nuca un tanto torcida por su incómoda posición. ¿Qué hora podía ser? En todo caso resultaba prudente estar preparado para prever toda eventualidad.

Como un turco me eché a la espalda recado y ropa. Medio dormido llegué al corralón, enfrené mi petizo, lo ensillé y, abriendo la gran puerta del fondo, gané la calle.

Experimentaba una satisfacción desconocida, la satisfacción de estar libre.

El pueblo dormía aún a puños cerrados y dirigí mi petizo al tranco, singularmente sonoro, hacia la cochera de Torres, donde pediría me entre-