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zaje mental, algo inadaptado y huraño me quedaba del pasado.

Y esa tarde iba a sufrir el peor golpe.

Miré el reloj. Eran las cinco. Monté a caballo y fuí para el lado del callejón, donde hallaría a mi padrino. Resultaba ya imposible retenerlo, después de tanta insistencia inútil. El estaba hecho para irse, siempre, y tres años de permanencia en un lugar, lo habían saturado de inmovilidad.

Demasiado sentía yo en mí la sorbente sugestión de todo camino, para no comprender que en Don Segundo huella y vida eran una sola cosa. ¡Y tenerme que quedar!

Nos saludamos como siempre.

A la par, tranqueando, hicimos una legua por el callejón. Entramos a un potrero, para cortar campo, y llegamos hasta la loma nombrada "del Toro Pampa", donde habíamos convenido despedirnos. No hablábamos. ¿Para qué?

Bajo el tacto de su mano ruda, recibí un mandato de silencio. Tristeza era cobardía. Volvimos a desearnos, con una sonrisa, la mejor de las suertes. El caballo de Don Segundo, dió el anca al mío y realicé, en aquella divergencia de dirección, todo lo que iba a separar nuestros destinos.

Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían