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XXVII.
La laguna hacía en la orilla unos flequitos cribados. Por la parte media, en unos juncales ralos, gritaban los pájaros salvajes.
Una fatiga grande pesaba en mi cuerpo y en mis pensamientos, como un hastío de seguir siempre en el mundo sembrando hechos inútiles.
Iba a pasar un momento triste, el momento que en mi vida representaría, más que ningún otro, un desprendimiento.
Tres años habían transcurrido desde que llegué, como un simple resero, a trocarme en patrón de mis heredades. ¡Mis heredades! Podía mirar alrededor, en redondo, y decirme que todo era mío.
Esas palabras nada querían decir. ¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos ajenos?