Página:Don Segundo Sombra (1927).pdf/344

Esta página no ha sido corregida
— 342 —

cado, mis ropas. La rastra, apoyada entre mis ingles, era mi única prenda de riqueza. ¡Qué raídas por el trabajo, las lluvias y el sol estaban mi blusita y mis bombachas! ¿Tiraría todo eso?

Parece mentira, en lugar de alegrarme por las riquezas que me caían de manos del destino, me entristecía por las pobrezas que iba a dejar. ¿Por qué? Porque detrás de ellas estaban todos mis recuerdos de resero vagabundo y, más arriba, esa indefinida voluntad de andar, que es como una sed de camino y un ansia de posesión, cada día aumentada, de mundo.

A pedido mío, fuimos hasta donde estaba la tropa, a despedirnos de los compañeros. En los sucesivos apretones de mano, era como si me dijera adiós a mí mismo. Llegando al último, sentí que me acababa. Por fin nos retiramos dándoles la espalda. Todas las penas que me había dado para ser un resero de ley, quedaban en mi imaginación como una montonera de huesitos de difunto.

El mismo rancho, el mismo hombre que nos albergaron aquel día de la riña, nos vieron llegar con el propósito de hacer noche.

Todo fué cordial, menos mi silencio. Por momentos, mientras adelantaba la oscuridad, me iba perdiendo de lo demás, como si se me fuesen que-