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Al llegar al palenque, el mancarrón se le espantó a lo bruto. Demetrio cayó como un cuarto de yerba, sin volver a levantarse ni intentar un movimiento. Se había golpeado la cabeza. ¿Una de esas terribles y repentinas quebraduras de nuca?

Arrimándonos, vimos que respiraba con tranquilidad. Don Segundo rió:

—Venía cansadazo... se ha dormido sobre del golpe.

Le desensillamos el caballo, le tendimos el recado a la sombra y lo colocamos encima.

Ahí quedó, sin darse cuenta siquiera que el sueño lo había agarrado a traición, en el suelo, donde tal vez a pesar del golpe, sintió que aflojar el cuerpo y no querer más nada es algo maravilloso.

Los demás mateamos un poco. Teníamos por delante la seguridad de una noche tranquila y eso nos volvía alegres y dicharacheros.

Dimos agua a nuestros caballos, los bañamos, arreglamos nuestras prendas de trabajo, ingiriendo un lazo aquél a quien se le había cortado, cosiendo éste un maneador, el otro acomodando sus bastos o un bozal. Y esperamos con calma que se nos fuera acercando la noche, poco a poco, como una cosa grande y mansa en la que nos íbamos a ir suavecito, de costillas, como un río que va gozando su carrerita de olvido y comodidad.