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el Moro, el Vinchuca y el Guasquita, restos de mi antigua tropilla, y los dos baguales que recibí como pago de la doma de los bayos. No podía contar por seguro al reservado; en cuanto al otro, le tocaría un aprendizaje al cual no podía prever si respondería.

Nuestra tercer jornada de arreo nos regaló una buena refrescada. A la mañana, nos tocó cruzar un campo abierto, donde se nos desparramó la tropa.

Traíamos, como mal elemento, unos treinta torunos chúcaros, que a cada dos por tres peleaban, armando un griterío de matones en una fiesta. Un bayo bragado era el peor y ya, unas cuantas veces, se nos había trenzado con un palomo, obligándonos a separarlos a argollazos. El bayo no entendía de obediencia, y una vez caliente, se nos venía de un hilo.

Aprovechando el desparramo de la tropa, los torunos se toparon de firme. Como moscas, nos les prendimos, sin darles cuartel. En una vuelta de mala suerte, un tal Demetrio se pasó de largo al tiempo que el bragado, habiendo conseguido doblarle el cogote a su contrario, ponía todas sus fuerzas en un envión. El palomo se arqueó como víbora, mezquinando el flanco, y el otro, sobrán-