Página:Don Segundo Sombra (1927).pdf/329

Esta página no ha sido corregida
— 327 —

1 teníamos que pasar por el cauce de un zanjón hondo y, previendo un cataclismo de animales cayendo, quebrándose, empantanándose en el fondo aquel, corríamos mal que mal, a impedir que así sucediera. Yo no veía nada. Las puntas del pañuelo me golpeaban la cara, el ala del chambergo se me pegaba en los ojos; el viento me impedía castigar el caballo que, sin embargo, corría porque sí tal vez, habiendo perdido el norte como la hacienda.

Me llevé un bulto por delante. Comprendí que era el caballo de algún charré sorprendido por la ventolina. ¿Hombres, mujeres? ¡que Dios les alivie el susto! Seguí mi apuro hasta dar con el mancarrón, de pecho, contra un montón de vacunos.

Caía agua a chorros y mermó el viento. Oí gritar a uno de mis compañeros y me acerqué al grito. Juntos peleamos para impedir que las bestias, precipitándose unas contra otras, siguieran cayendo en la zanja. Mi caballo resbaló con las patas traseras y me fuí, me fuí como chupado por los infiernos, sin saber adónde. Paró la resbalada sin que, por suerte, el animal se me diera vuelta.

Tuve tiempo de ver que mi redomón, al levantarse sobre los garrones, pisoteaba un novillo caído.

No había caso de sujetar. El terror lo abalanza-