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lo sujetaron al tiempo que Antenor, siempre pálido, pero tal vez de rabia, decía:

—Ajuera vamoh'a tener más lugar. Y salió.

Los seguimos. El forastero se quitó, al lado de la puerta, las espuelas, se arrolló el poncho en la zurda y sacó con lentitud el facón. Como si hubiera olvidado su reciente extravío, compadreó risueño:

—Aura verán cómo a un mocoso deslenguao se le corta la jeta.

En el patio de la pulpería había una carreta.

Contra una de sus grandes ruedas, Antenor había hecho espaldas y esperaba. El forastero se acercó y, confiado, como quien juega con un chico, tiró a su contrario una cachetada con los flecos del poncho. Antenor hizo un imperceptible movimiento y el poncho pasó sin tocarlo. El quite fué de una precisión admirable; ni un dedo más ni un dedo menos de lo necesario. Creo que todos debimos pensar a un tiempo: ¡pobre paisano viejo, su compadrada le iba a salir amarga! El hombre atropelló. Antenor, firme, con una cuchilla de trabajo contra un facón de pelea, sin poncho para meter el brazo, salvaba toda arremetida sacando el cuerpo. De pronto estiró la mano armada y, con un salto, ganó distancia. El paisano del fa-