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—Usté va a tomar con nosotros.

Al tiro brindamos por nuestra futura felicidad, haciendo nuestras las cañas de un sorbo.

Saliendo hacia donde estaba la paisanada, mi padrino comentó:

—Pobrecita la señora; seguro que aura, este hombre malo le va a encajar una paliza.

Una de las primeras personas que ví al salir, fué Antenor. Me convidó a tomar la copa y nos arrimamos al enrejado del despacho. Le estaba yo contando la reciente escaramuza de mi padrino con el pulpero, cuando un desconocido se nos acercó, nos dió la mano y comenzó a hablar en voz alta con todo el mundo. Sería como de cincuenta años de edad, vestía a la usanza gaucha y llevaba a la cintura un facón largo, con cabo y puntera de plata. Al hombro traía un ponchito bayo y, tanto por la tierra de sus botas de potro, sudadas en la parte baja, por el caballo, como por el aspecto y modo de caminar, aparentaba ser un hombre que venía de lejos.

Convidó a todos los presentes, entre bromas de buen humor, y logró al rato, como parecía quererlo, ser centro de la atención general.

De pronto, le habló a Antenor como si lo conociera; hizo alusión ponderativa a su destreza físi-