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beza, como un avispero demasiado grande para el nido en que buscaban acomodarse. Sentía mi pasividad y me hubiese molestado, de no haberme dicho mi propio deseo de independencia: "Dejá no más, que al correr del tiempo todo eso será tuyo." Conforme los animales se fueron amansando, ibamos haciendo más largos los galopes, de suerte que llegábamos a una pulpería, distante una legua y media de la estancia, sobre un callejón, a la vera de un arroyo que allí daba paso.

Entretanto, en las casas, me había hecho de un amigo. Antenor Barragán era un pedazo de muchacho grandote y delgado, dueño de una agilidad y una fuerza extraordinarias. Lo conocían en todo el pago como un visteador invencible y hacía gala de tal en cuanta ocasión se le presentaba. Su ocupación era cualquiera, porque lo mismo le daba lucirse en un redomón macaco, en una faena de horquilla, o trabajando de a pie en ei corral. Saltaba cualquier animal limpito y alzaba al hombro cualquie peso. Su cara morena, fina y alegre, le valía simpatías inmediatas y su bondad amistades verdaderas. Eso sí, entre juguete y juguete, solía dejar a sus compañeros sentidos de un cachetón. Me hacía contar mis andanzas de vaga-