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diendo a Don Segundo — no me parece ser como cualquiera de los muchos que somos.

En silencio, concluímos nuestra tarea. El último de los baguales algo se sacudió pero, después de lo pasado, me pareció un juguete.

Dejando los doce .animales palenqueados con fuertes sogas, nos fuimos para la estancia.

El oficio de domador tiene sus descansos, gracias a Dios, y aunque la peonada anduviera en sus tareas de campo y no fueran más que las diez de la mañana, nosotros teníamos el derecho de matear o arreglar nuestras lonjas y recados en las casas, sin recibir órdenes de nadie.

Como tenía el tobillo un poco hinchado y dolorido, a causa del apretón, me fuí hasta un pozo, cerca de la cocina, tiré un balde de agua y, con un jarrito, después de haberme descalzado, me puse a refrescarme la parte golpeada.

Aliviadito por el agua y con el cuerpo medio desencuadernado a causa de la doma, me quedé sin más pensamiento que bañarme el dolor un rato largo.

Miraba el galpón grande, la huellita que de él arrancaba hasta el pozo, los corrales un poco retirados, las cabeceadas que daban al viento unas casuarinas nuevas que señalaban el principio del