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bayo, al compás, repitiendo como un estribillo el dicho del patrón:

304—Al que corcovée, ¡leña! y ¡leña! y ¡leña!

Y salimos por la playa, ya sin sentadas ni vueltas, arrastrados por una bellaqueada furiosa.

No hubo nada que hacerle, la habíamos ganado desde el primer tirón y la seguimos ganando hasta el fin. Las riendas no me servían para afirmarme, porque el bruto sacudía tanto la cabeza, que llegaba a golpearme los estribos. Pero en el compás mismo de la rebenqueada había yo encontrado una base de equilibrio, que no perdí hasta volver a la puerta misma del corral, donde de un tirón lo hice sentar al bayo sobre los garrones. Y ya le bajé los cueros.

El patrón se acercaba a nosotros de a caballo.

Con satisfacción, vi que no sonreía ya, pasando por lo contrario una mano pensativa sobre su bigote.

Con un tono de elogio me dijo:

—¡Qué padrino tenés, muchacho!

—Y— contesté no ayudándome el cuerpo, con algo debía contar pa un apuro.

—No es que te falte con qué desempeñarte pero aquel hombre rearguyó insistió, alu1 -