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trabó en dos corcovos duros, para volvérseme, en un cimbrón, sobre el lado del lazo, con lo que perdió pie. Quise abrirle pero alcanzó a apretarme el tobillo por un momento, pues en seguida se enderezó, quedando a la espera como al principio.

Sin embargo, algo había yo perdido y es que sentía dolorido el pie; algo también había ganado y es que, a pesar de tratarse de un reservado, no pudo en su astucia y baquía desacomodarme ni un chiquito.

Mi mejor ganancia estaba en que Don Segundo ya había visto de qué se trataba. Lo comprendí porque me dijo:

—No le bajés el rebenque.

Por segunda vez lo azotó por las patas y el bayo se abalanzó. La partida le iba a resultar más dura, pues mandado por mi padrino, le crucé el hocico de un rebencazo y, cuando como anteriormente se clavó a corcovear, le menudié azotes por la cabeza sin darle alce. Ni bien quiso pararse, Don Segundo lo apuró a lazazos, para quitarle la maña de volverse sobre el corcovo. Entrando en el juego, aumenté la dosis de lonja, cosa que me permitía charquear en el rebenque, al par que abatatar al bruto. Y viendo mi resistencia a los sacudones, se me calentó el cuerpo y empecé a aporrearlo al