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Dos veces hicimos noche: una a campo raso, otra en el galpón de una chacra.

Cuanto más distancia dejábamos a nuestra espalda, entre nosotros y aquella costa bendita, más volvía en mí la confianza y la alegría, aunque en el fondo me quedara el resabio de un trago amargo.

Traspuesto que hubimos unas cuarenta leguas, pude sonreír mal que mal ante lo sucedido. Lindo me resultaba el rendimiento de cuentas: un brazo quebrado, un amorío a lo espina, un tajo a favor de un tercero por cuestión de polleras, fama de cuchillero, el lazo cortado y dos caballos vendidos a la fuerza. Lo que menos sentía era esto último, pues si bien es cierto que perdía con el Orejuela y el Comadreja un par de pingos seguros, ganaba una jineta de sargento para mi orgullo. ¿Hay mejor prueba de buen domador que el que le salgan a uno compradores para sus caballos, después de un rodeo? Contaba también el hecho de que los vendidos fueran mis dos primeras hazañas de jinete.

Además, se me presentaba la ocasión de cumplir con un deseo largo tiempo acariciado: aviarme de tropilla de un pelo. ¿No disponía, como base para ello, con el dinero ganado en la riña de