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Fabiano, que no decía nunca palabra, reía entonces con una alegría de niño y la miraba como el perro mira a la res volteada. Su contento solía llevarlo hasta el escándalo de golpearse con el puño las rodillas, exclamando: "¡Aura sí, aura sí, que la junción se ha puesto güena!" y los demás hacíamos coro a sus carcajadas.

Numa era un pazguato sin gracia, con una cara a lo bruto. Nunca estaba en nada y si no perdía las alpargatas en su lento andar de potrillo frisón, era porque se olvidaba de perderlas.

Además de esta gente, estaban las tres muchachas de la casa, de las que ya Paula me había hablado burlonamente: "¡Si las viera!... no andaría gastando saliva en una pobrecita olvidada de Dios, como yo". Si Dios se había acordado de ellas, debió ser en un día de mal humor. Eran unas tarariras secas y ariscas que nunca salían de la pieza. Cuando uno las sorprendía en la puerta, como lechuzas en la boca de la cueva, se llevaban por delante afanadas por disparar, o contestaban el saludo con una mueca de susto. Comían en su rincón y Paula con ellas. Pero Paula luego salía, siempre hacendosa y risueña, para alegrar el patio del rancho con su andar cadencioso, sus saludos, bromas y retruques con todos. Que Pau-