El puestero era hombre afable, aunque de pocas palabras. Interrogaba siempre con tono suave y comentaba las respuestas con exclamaciones de admiración: ¡Ah, pero qué bien!, ¡no le digo!, ¡ahahá! Subía las cejas agrandando los ojos para expresar su sorpresa, con lo que corregía la indiferencia de sus bigotes caídos y ralos.
Hablando con él, tenía uno la sensación de estar diciendo siempre casas extraordinarias. Preguntaba:
—Son campos güenos los de por allá. ¿No?
—Muy güenos, sí, señor. Campos altos y pastosos.
—¡Fíjese! (los ojitos se le asombraban).
—De lo que saben sufrir es de la seca.
—¡Pero vea!
—¡Ah, sí! cuando dentra a no querer llover, puede ir arriando la hacienda.
—¡Hágase cargo!
—Y a veces no hay más que ir cueriando por el camino.
—¡Qué temeridá!
Doña Ubaldina, chusca, enterrada en la grasa, era una chinaza afecta a la jarana, y solía pimentar sus bromas con palabrotas, que tiraba en la conversación como zapallos en una canasta de hueVOS .