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Llegó con una pava, el poronguito y una yerbera, se acomodó en una silla petiza y, con gran seriedad, como si de pronto hubiese perdido el habla, se concentró en los preparativos de la cebadura.

Yo la miraba con un hambre de meses y con la emoción de todo paisano, que solamente por rara casualidad queda frente a frente con una mujer bonita. ¡Vaya si era bonita! Y sus ademanes hábiles y las muecas coquetas de flor de pago que se sabe admirada. Y las delicadezas de las manos hacendosas. Y el cambiar de posturas, de puro vicio, para ver de marearme mejor y tenerme sujeto a su vida como cinta de sus trenzas.

El tiempo pasaba.

—Stá seria la cosa dije con malicia.

—No. Si todo va a ser chacota.

—¡Amalaya!

Cambió de tema, siempre burlona:

—¿Durmieron bien en el rancho' el bajo?

Pensé que el rancho del bajo debía ser el del embrujado.

—¿Qué hombre eh'ese?

pregunté, recordando la flacura seca de Don Sixto Gaitán.

—Un hombre güeno. Pobre... aurita hemos tenido noticias del. La noche que estuvieron us-