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cierto que rezaban? ¿Tendrían siempre como una condena, las manitos ensangrentadas? ¿Qué pedían? Seguramente que algún vacuno o yeguarizo, con jinete, si mal no venía, cayera en aquel barro fofo, minado por ellos.

Levanté la vista y pensé que por leguas y leguas, el mundo estaba cubierto por ese bicherío indigno.

Y un chucho me castigó el cuerpo.

Había oscurecido. Nos volvimos despacio, callados. A lo lejos divisamos la pequeña arboleda del puesto. Pero estaba todavía tan lejos, que bien podía ser engaño. Teníamos que cruzar un juncal tendido. Entramos en él.

De pronto y, gracias a Dios, vi cerca un bulto oscuro. Digo, gracias a Dios, porque el verlo me salvó de algo peor que lo que había de sucederme. El toro, medio enredado en los juncales, me miraba. Yo también lo miraba a él. ¿Era el barroso que me había corneado el bayo? No concluía de reconocerlo cuando me atropelló. Había arrancado con tanta violencia que apenas logré evitar el bote. Me pareció, sin embargo, que por segunda vez me tocaba el caballo. ¡Dios me perdone! Me agarró una de esas rabias que le nublan al hombre el entendimiento. Abrí el caballo hasta un claro, entre