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Volvimos con mi compañero a las mismas, sañudamente.

Algunas bestias se empacaban; les poníamos el lazo y, quieras que no, allí iban donde debían ir.

Inesperadamente, nos dijeron que el trabajo había concluído. La tropa no sería más que de unos doscientos animales. ¿Para eso tanta bulla? Pero en esos pagos, que con todo me sorprendían, era mejor no averiguar cosa alguna, ni interesarse por nada.

Ahí quedamos todos un rato, como pan que no se vende.

Los priEl rodeo no comprendía su libertadmeros en irse caminaban despacio husmeando alrededor. Así descubrieron las osamentas y se arremolinearon en un ataque de furia y de llantos. La lengua, chorreando baba, se les hamacaba en la jeta, los ojos se les blanqueaban de terror y saltaban bufando en torno a los carcomidos cadáveres de los compañeros. Tuvimos que atropellarlos repetidas veces para que se fueran.

Al paisano caído, se lo llevaron al puesto en un carrito de pértigo. El rubio se apeó junto al fogón, pidió el frasco de caña, con el que mojó el pañuelo que volvió a atarse. Pude ver la herida corta de labios hinchados. El ojo también se le