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Recordé al paisano caído y, ni bien los primeros animales pisaron el rodeo, los atropellé para imprimirles un movimiento de rotación. Volvieron a menudear golpes y alaridos, hasta que, al fin dominada, la hacienda optó por girar sobre el redondel de barro pisoteado, como si ya hubiera perdido la razón de ser de su carrera.

Por un lado la ganábamos porque la fatiga los domaba. Por otro la perdíamos, pues muchos toros embravecidos, entorpecerían la libertad de correr, con alguna arremetida.

El rubio traía un pañuelo atado en la cabeza y, acercándome, noté que tenía ensangrentada la frente y la blusa sobre el hombro.

Me explicó riendo:

—Andamos en la mala, cuñao. A usté le cornean el pingo y a mí viene y se me corta el lazo.

Ver sangre humana alborota la propia. Al fin, casi teníamos derecho de rabiar.

—Más bien no acordarse comenté.

El rubio comprendió mi sentimiento y me miró con simpatía.

— —Ansina es sonrió.

Como nabía hecho yunta con él y su caballo estaba cansado, esperé que lo mudara.

El trabajo proseguía más empeñoso y enérgico.