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— 219 Para el lado del señuelo, las apartadas habían rastrillado el piso y largos rastros de resbaladas, recordaban posibles golpes.

Quedaban también los cadáveres de siete enfermos cuereados, carnes secas apenas capaces de disimular el hueso, pobres cosas rojizas, lamentablemente estiradas a breve distancia del redondel, sobre las que se asentaban peleando gaviotas y chimangos. Y había sobre nosotros miles de estos pájaros, entreverando sus revuelos como humareda sobre el fuego, largándose de tiempo en tiempo contra las miserables reses, para arrancarles pedazos de carne sufrida, por la que después se atacaban haciendo gambetas y trenzas en el aire.

A todo esto, la animalada se acercaba en tropel mudo. Era una cosa de verse. Cinco mil chúcaros dominados por unos treinta hombres, dispuestos en hilera a sus flancos. Avanzaban. Por los caballos y el modo, reconocíamos a la gente.

No había ya porfiados ni eran necesarios grandes ataques. Aquello se venía como un solo e inmenso animal, llevado por su propio impulso en un sentido fijo. Oíamos el trueno sordo de las miles y miles de pisadas, las respiraciones afanosas. La carne misma, parecía surtir un ruido profundo de cansancio y dolor. Ya llegaban.