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su nubecita de humo. Pensé que el vacaje, volviendo enceguecido, podía pisotearlo. Pero tenía hasta entonces tiempo suficiente para mudar caballo.

Ya en mi lobuno Orejuela, volví al rodeo, me largué al suelo cerca del lastimado y prendí un cigarrillo en las brasas del fogón agonizante.

—¿Cómo va ese cuerpo?

—Bien no más.

—Estará quebrao?

—No creo... machucadito no más.

—¿No se puede enderezar?

—No, señor. No siento la pierna.

—Y... mejor no moverse.

—Pasencia, nos dejaremos estar no más.

Mrié allá, y colegí que los paisanos vencerían en la lucha con los animales. Ya los habían doblado por la punta y pronto correrían en nuestra dirección. Subí en el Orejuela y esperé.

El rodeo abandonado tenía un curioso aspecto.

En un círculo extenso, alrededor del palo, el piso negreaba, rociado por los orines y la bosta del vacuno, cuyo pisoteo había machucado el todo, convirtiéndolo en resbaloso barrito chirle, que guardaba el retrato de las pesuñas, impreso en miles de moldecitos desparejos.