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un gateadito liviano, yo en mi bayo, formábamos una pareja luciente y ligera. Afanados por demostrar las habilidades de nuestros pingos, sacábamos de golpe los animales apretados entre los dos. Era inútil que quisieran buscar el campo o sentarse; iban como dulce de alfajor entre sus tapas de masa y ni siquiera pensaban en zafarse. No nos habían ni averiguado el nombre, que ya estaban con el señuelo.

El rubio resultó medio travieso, de modo que tenía yo que andar alerta para que no me venciera de salida, echándome los animales encima. Pero el bayo, antes se quebraría los pichicos empujando, que ceder en el envión. Volviendo del señuelo al tranquito, dejábamos resollar los caballos.

De paso teníamos tiempo de ver el trabajo de los otros y gritarles algo, como ellos lo hacían con nosotros.

Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles. Mi padrino había hecho pareja con el viejito del petiso cebruno. Era de verse su baquía para colocarse y vencer al vacuno, imponiéndole la dirección debida, en un porrazo. Formaban con Don Segundo y su alazán, una yunta brava y ya los