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dando caballo, hasta que el aparte empezara. Además, me alejaba un poco de esa baraúnda de balidos que ya me estaba hinchando la cabeza. ¿Por qué me pregunté — esa luna repentina?

Me dejé estar, ensillando el bayo, que elegí por más corajudo y duro para el trabajo. Acomodé bien matra por matra. Emparejé como tres veces los bastos. Sirviéndome de mi alesna, que llevaba siempre a los tientos, con la punta clavada en un corcho para defenderla, corregí la costura de la asidera que estaba zafada en un tiento. Acomodé los cojinillos como para ir al pueblo. Desenrollé el lazo para volverlo a enrollar con más esmero. Y como ya no tenía qué hacer, lié un cigarrillo que por el tiempo que puse en cabecearlo, parecía el primero de mi vida.

En eso oí un griterío y vi que un toro venía en mi dirección, corrido por unos paisanos.

Me le enhorqueté al Comadreja proponiéndome sacarme pronto el mal humor.

Los dejé acercarse. A breve distancia me coloqué bien a punto para llevar a cabo mi intento.

Cuando calculé por buena la distancia, grité:

—Con licencia, señores. Y cerré las piernas al bayo.

Mi pingo era medio brutón para el encontro-