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co, con ojos sesgados de gato pajero. El rubio subió en un alazancito malacara que, ni bien sintió el peso, se arrastró a bellaquear. El mocito debía tenerse fe, porque a pesar de la oscuridad lo cruzó de unos rebencazos.

—Stás contento con la fresca sofrenarlo.

dijo después de El campamento que anoche parecía numeroso, desapareció en la noche y la pampa, disolviéndose en direcciones distintas, como un puñado de hormigas voladoras en el aire.

Mis compañeros me echaron al medio. El trigueño tenía un recadito que de corto parecía prestado por algún hermano menor. Su caballo era un azulejo overo zarco, salvaje y espantadizo como pájaro de juncal. Las colas iban cortadas como una cuarta arriba del garrón. Los estribos, cruzados por delante hacían grupa bajo los cojinillos:

modas sureras.

No decíamos palabra. Galopábamos por una huella que poco a poco se fué perdiendo, hasta dejarnos entregados al campo raso, sin más indicio de rumbo que el instinto de mis acompañantes.

Pregunté no sin recelo por los cangrejales. El mocito del malacara me dijo que allí no había. En los cangrejales no podían aventurarse sino los que