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tontas y a locas, los gritos de desesperada negación se repetían con mayor frecuencia. Las fuerzas de Don Sixto, disminuían mientras el tono de la voz llegaba por su angustia a hacérseme intolerable. Quería ayudarle, pero una cobardía, un anonadamiento desconocido, se opuso a los esfuerzos que hice por levantarme. No podía siquiera hacer la señal de la cruz. El horror me tiraba los pelos para atrás de las sienes. Me debilitaba en un sudor copioso.

Pensé en Don Segundo y no pude llamarlo.

¿Cómo no oía? El pobre Don Sixto, ya exhausto, había caído cerca mío, a unas cuartas, y luchaba con una tenacidad que duplicaba mi desesperación.

Por fin la luz de la luna fué interceptada. Comprendí que mi padrino estaba ahí.

Escuché su voz tranquila: "Nómbrese a Dios".

Lo vi entrar; tomó a Don Sixto de un brazo haciéndolo poner de pie. "Sosiéguese güen hombre, ya no hay nada". También yo pude moverme y me acerqué a sostener a Don Sixto que, a pesar de no ser la luz suficiente para ver claro, aparecía demacrado como por varios días de enfermedad. "Sosiéguese", repitió mi padrino. "Acompáñeme pajuera; ya no hay nada". Como un ebrio lo sacamos a la noche.