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se libertó de su consuetudinario calabozo y mi verdadera naturaleza se expandió libre, borbotante, vívida.

La calle fué mi paraíso, la casa mi tortura; todo cuanto comencé a ganar en simpatías afuera, lo convertí en odio para mis tías. Me hice ladino. Ya no tenía vergüenza de entrar en el hotel a conversar con los copetudos, que se reunían a la mañana y a la tarde para una partida de tute o de truco. Me hice familiar de la peluquería donde se oyen las noticias de más actualidad, y llegué pronto a conocer a las personas como a las cosas. No había requiebro ni guasada que no hallara un lugar en mi cabeza, de modo que fuí una especie de archivo que los mayores se entretenían en revolver con algún puyazo, para oírme largar el brulote.

Supe las relaciones del comisario con la viuda Eulalia, los enredos comerciales de los Gambutti, la reputación ambigua del relojero Porro. Instigado por el fondero Gómez, dije una vez “retarjo" al cartero Moreira que me contestó "¡guacho !", con lo cual malicié que en torno mío también existía un misterio que nadie quiso revelarme.

Pero estaba yo demasiado contento con haber