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recía endurecida por el pisoteo de la hacienda que, cuando estaba el rancho solo, venía a lamer la sal del blanqueo.

Don Sixto Gaitán, hombre seco como un bajo salitroso y arrugado como lonja de rebenque, venía dándonos, de a puchitos, datos sobre la estancia. Eran cuarenta leguas en forma de cuadro.

Para el lado de la mañana, estaba el mar, que sólo la gente baqueana alcanzaba por entre los cangrejales. En dirección opuesta, tierra adentro, había buen campo de pastoreo; pero eso estaba muy retirado del lugar en que nos encontrábamos.

Bendito sea si me importaba algo de los detalles de aquella estancia, que parecía como tirada en el olvido, sin poblaciones dignas de cristianos, sin alegría, sin gracia de Dios.

Don Sixto hablaba de su vida. El pasaba temporadas en el rancho solitario. La familia estaba allá, en un puesto cerca de las casas. Tenía un hijito embrujado que le querían llevar los diablos.

Miré a Don Segundo, para ver qué efecto le hacía esta última parte de las confidencias. Don Segundo ni mosqueaba.

Me dije que el paisano del rancho perdido de-