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nos alborotaron. En los charcos que había dejado el chaparrón, se amontonaban ensuciando en seguida el agua, no chupando más que barro.

El capataz iba afligido con esa desesperación del animalaje, que para mejor no podía sino aumentar con el sol y el movimiento.

A eso de las diez enfrentamos una estancia.

No hubo nada que hacer. Los animales después de olfatear con ansia, se largaron a correr por el callejón. Inútilmente quisimos apurarlos para que pasaran derecho. En una porfía incontenible, atropellaron los alambrados que primero resistieron haciéndolos caer. Hasta los enredados, no cejaban en su empuje a pesar de tajearse o caer de lomo. Y en seguida ¡qué habíamos de sujetarlos por el campo!

Las casas estaban cerca y, atrás de un potrerito alfalfado, había un cañadón bordeado de sauces.

Nos separaban de él otro alambrado y un cerco de cañas. Corríamos sin esperanza por delante de los brutos sedientos. El alambrado sufrió la misma suerte que el anterior y el cerco de caña no pudo sino crujir y quebrarse ante la avalancha ciega.

Las bestias se sumían en el agua bebiendo atropelladamente. Otros se echaban. Otros les pa-