nífico", "grandes negocios"... y "dió principio a la venta" con un "lote excepcional".
Alrededor del carrito, a pie o montados en caballos de los peones de la feria, estaban los ingleses de los frigoríficos, afeitados, rojos y gordos como frailes bien comidos. Los invernadores, tostados por el sol, calculaban ganancias o pérdidas, tirándose el bigote o rascándose la barbilla. Los carniceros del lugar espiaban una pichincha, con cara de muchacho que se va a alzar las achuras de una carneada. Y el público, formado por la gente de huella y de estancia, conversaba de cualquier cosa.
Sin alternativas pasó la tarde. La garganta del rematador no daba más de tanto gritar y mis orejas de tanto oírlo.
Empezaban a marchar las tropas.
Un hombre de los de la feria, que conocía a Don Segundo, nos habló para un arreo de seiscientos novillos destinados a un campo grande de las costas del mar. El paisano encargado de entregar el lote era un viejito de barba blanca, petizo y charlatán. Después de mostrarnos la hacienda, nos convidó a tomar la copa. Iba montado en un picacito overo, que le había codiciado toda esa mañana viéndolo trabajar. De a poquito, mientras