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entrada, cabalgando unos cuartos de yerba, lucían sus colores vistosos unos sobrepuestos bordados.

Atamos nuestros caballos en dos gruesos postes de quebracho, pulidos por los cabrestos, y entramos, pues mi padrino quería hacer unas compras. Había olor a talabartería, yerba y grasa.

El pulpero se agachaba para escuchar el pedido, como perro frente a una vizcachera.

—Dos ataos de tabaco "La hija'el toro" — dijo Don Segundo.

—Picadura?

—¡Ahá!... Una mecha pa'l yesquero, un pañuelo d'esos negros y aquella fajita que está sobre del atao de bombachas.

Nos sorprendió como un porrazo una voz autoritaria:

— Dése preso, amigo!

en la puerta se erguía la desgarbada figura de un policía, cuyas mangas subrayaban los escasos galones de cabo.

Haciéndose el desentendido, Don Segundo abrió los ojos para buscar en derredor al hombre en causa. Pero no había más que nosotros.

—¡A usté le digo!

—A mí, señor?

—Sí, a usté.

—Güeno, replicó mi padrino, sin apurarse -