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con el gallo en quien había puesto mi cariño y mi interés.

Hice mi plan. Era necesario permanecer en la defensiva, evitando el golpe decisivo, salvando en media hora de resistencia, y tirar hacia abajo a cada picada del contrario.

El bataraz parecía haberme entendido.

De pronto un murmullo de sorpresa sofocó al público. El giro se había despicado. Un triangulito rojo yacía en la tierra barrida del reñidero.

¡Se igualaron los picos! —no pude dejar de gritar, agregando con insolencia: ¡Voy treinta pesos derecho al bataraz!

Pero la plaza se había dado vuelta como guayaca vacía.

—Treinta a veinticinco contra el despicao decía otro.

— Me reproché con rabia no haber aprovechado la usura para jugar más. Desde ese momento, los partidarios del giro se harían ariscos.

Extenuados por cuarenta minutos de lucha, los gallos descansaban apuntalándose en el peso del enemigo.

Con seguridad el bataraz tomó la iniciativa, se aferró a una picada de plumas sanguinolentas, golpeó dos veces, reciamente, sin largar.