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cia la punta, del lado izquierdo, pero tenía no sé que tranquilidad, que el giro no compensaba con su mayor viveza.

La expectativa se hizo más tensa, cuando los combatientes fueron depositados, en postura conveniente, por los dueños, en el circo.

Sonó la campanilla.

El giro había caído livianamente al suelo, ladeadas las alas como un chambergo de matón, medio encogido el pescuezo en arqueo interrogante, firme en el enemigo la pupila de azabache, engarzada en un anillo de oro.

El bataraz, más burdo en alardes, se acercaba a pasos cortos, alta la cabeza agitada en pequeñas sacudidas de llama.

Se cerraron tres o cuatro apuestas sin importancia. La plata estaba al giro.

En un brusco arranque, los gallos acortaron distancias. A dos centímetros, los picos se trabaron en un rápido juego de fintas. Las cabezas temblequeaban, subiendo, bajando.

Y el primer tope sonó como guascazo en las caronas.

Aprovechando los revuelos, que desnudan al combatiente, juzgamos los cuerpos, los muslos, la respectiva capacidad de violencia o ligereza. Lue-