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En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecino a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.

Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales lagañosos de "mancarrón palomo", debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.

—Yo he visto las romerías de Giles decía uno de los españoles y no se diferencian en nada de las de aquí.

● Otro, de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos y el cerealista intervenía, opinando con gruesas erres alemanas.

Tratando de hacerse olvidar un momento, un hombre grande y gordo, solitario frente a su mantel cargado de manjares, callaba, comía y bebía.

Sólo levantaba de vez en cuando, la cabeza del plato, y parecía entonces llenarse de satisfacción el comedor aburrido.

Una vez se interrumpió para llamar al mozo, de-