entrar y salir al paisanaje endomingado, que nos miraba de soslayo, observando con disimulo el porte salvaje y rudo de mi padrino.
Para mí todos los pueblos eran iguales, toda la gente más o menos de la misma laya y los recuerdos que tenía de aquellos ambientes, presurosos e inútiles, me causaban antipatía.
Marcó el reloj el mediodía y, por un pasadizo angosto, pasamos del despacho de bebidas al comedor, más tranquilo.
En un lugar sombreado, nos sentamos a comer.
Habría en todo unas veinte mesas, con manteles manchados por violáceos recuerdos de vino. / Los cubiertos eran de un metal dudoso y los tenedores tenían torcidas las puntas, de tanto pegar contra las lozas rudas, en busca de algún bocado esquivo. Los vasos eran de vidrio espeso y turbio. En el vasto recinto bostezaba una desesperante atonía.
El mozo nos saludó con una sonrisa de complicidad, que no alcanzamos a comprender. Tal vez le pareciera una excesiva calaverada para dos paisanos, eso de almorzar en la "Fonda del Polo".
—Sírvanos de lo que haya ordenó Don Segundo.
Yo miraba a mi alrededor.
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