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Las mujeres tomaron entre sus dedos las faldas, que abrieron en abanico, como queriendo recibir una dádiva o proteger algo. Las sombras flamearon sobre los muros, tocaron el techo, cayeron al suelo como harapos, para ser pisadas por los pasos galanos. Un apuro repentino enojó los cuerpos viriles. Tras el leve siseo de las botas de potro, trabajando un escobilleo de preludio, los talones y las plantas traquetearon un ritmo, que multiplicó de impaciencia el amplio acento de las guitarras esmeradas en marcar el compás. Agitábanse como breves aguas los pliegues de los chiripaces. Las mudanzas adquirieron solturas de corcovo, comentando en sonantes contrapuntos el decir de los encordados.

Repetíase el paseo y la zapateada. Un rasgueo sólo batió cuatro compases. Otra vez los pasos largos descansaron el baile. Volvieron a sonar talones y espuelas en una escasa sobra de agitación. Las faldas femeninas se abrieron, más suntuosas, y el percal lució como pequeños campos de trébol florido, la fina tonalidad de su lujo agreste.

Murió el baile sobre un punto final, marcado y duro.

Algunas mujeres hacían muecas de desagrado