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cho de los frascos, que hoy habíamos contemplado con Pedro, y allí hacían gasto de ginebra, anís Carabanchel y caña de durazno o guindado.

Desde ese momento se estableció una corriente de idas y vueltas entre las carpas y el salón, animado por un renuevo de alegría.

El acordeonista fué reemplazado por otro más vivaracho, bajo cuyos dedos las polcas y las mazurcas saltaban entre escalas, trinos y firuletes.

Ya las bromas se daban a voz alta y las muchachas reían olvidando su exagerada tiesura.

Saqué como cuatro veces a mi niña de punzó y, al compás de las guitarras, empecé a decirle floridas galanterías que aceptaba con gustosos sonrojos.

En los intervalos volvía hacia mi lugar, al lado de Pedro Barrales, que me divertía con sus comentarios.

L —Sos sonso le decía estás sumido y triste como lechón que se ha dejao quitar la teta.

—No ves que soy loco como vos, para andar pataleando sobre de las baldosas.

1 —¿Loco?

—¡Si te hirve el agua en la cabeza!

Y como yo me fingiera resentido, tomábame del brazo para consolarme con afectuoso acento: