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milia o con algún compañero, vivía la mayor par— v te del tiempo separada de todo trato humano por varias leguas.

Un tropel se formó en el centro del salón, remolineo inquieto, se desparramó hacia las sillas estorbándose como hacienda sedienta en una aguada.

Cada hombre dobló su importancia con la de la elegida. Arrancó el acordeonista a tocar un vals rápido.

—¡A bailar por la derecha y sin encontrones!

gritó con autoridad el bastonero. Y las parejas tomadas de lejos, los pies cercanos, el busto echado para atrás como marcando su voluntad de evitarse, empezaron a girar desafiando el cansancio y el mareo.

Había comenzado la fiesta. Tras el vals tocaron una mazurca. Los mozos, los viejos, chicos, bailaban seriamente, sin que una mueca delatara su contento. Se gozaba con un poco de asombro, y el estar así, en contacto con los géneros femeniles, el sentir bajo la mano algún corsé de rigidez arcaica o la carne suave y ser uno en movimiento con una moza turbada, no eran motivos para reír.

Sólo los alocados surtían el grito necesario de toda emoción.