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pañuelo celeste al cuello y me pareció que toda su coquetería era para mí solo.

Un acordeón y dos guitarras iniciaron una polca. Nadie se movía.

Sufrí la ilusión de que toda la paisanada no tenía más razón de ser que la de sus manos, inhábiles en el ocio. Eran aquellos unos bultos pesados y fuertes, que las mujeres dejaban muertos sobre las faldas y que los hombres llevaban colgados de los brazos, como un estorbo.

En eso, todos los rostros se volvieron hacia la puerta, al modo de un trigal que se arquea mirando viento abajo.

El patrón, hombre fornido de barba tordilla, nos daba las buenas noches con sonrisa socarrona:

—¡A ver muchachos, a bailar y divertirse como Dios manda! Vos Remigio y vos Pancho, Vd.

Don Primitivo y los otros: Felisario, Sofanor, Ramón, Telmo... síganme y vamos sacando compa ñeras.

Un momento nos sentimos empujados de todas partes y tuvimos que hacer cancha a los nombrados. Bajo la voz neta de un hombre, los demás se sintieron unidos como para una carga. Y en verdad que no era poca hazaña, tomar a una mujer de la cintura, para aquella gente que sola, en fa-