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Me levanté, tosí, acomodé las jergas del recado, enriendé el caballo y una vez montado emprendí el retorno a las casas.

Saliendo de las barrancas, vi tendido delante mío un vasto potrero y a lo lejos divisé el monte.

La estancia era grande y bien poblada. Diez leguas, ocho puestos, monte grande, con calles cuidadas, galpones, casa lujosa y un jardín de flores como nunca antes vi. Habíamos changado en unos trabajos de aparte y ese día de Navidad, el v patrón daba un gran baile para mensuales, puesteros y algunos conocidos del campo.

A la mañana había yo ayudado a limpiar y adornar el galpón de esquila, que quedó emperifollado como una iglesia y mientras volvía, que era para la oración, prometíame una buena noche de parranda como no se presenta en muchas ocasiones. Además, allí, en un puesto medio perdido en los juncales de un bajo, había conocido una mocita con más coqueterías que un jilguero. No sería mal arrimar un poquito de leña a ese fuego.

Entretanto, mi bayo iba pisando con desconfianza entre matas de paja colorada y esparto. A mis espaldas quedaba la laguna cubierta por la bruma de un griterío confuso y ya tímido. Entré a una calle del monte. Los troncos vibraban aún