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violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente.

De pronto, una abertura se hizo en el cielo. La lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas, encaramándose en las lomas.

Aquello fué el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar.

Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano.

Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada.

El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo.

La tropa olfateando el campo se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada.