Página:Don Segundo Sombra (1927).pdf/102

Esta página no ha sido corregida
— 100 —

Nuevamente, al andar de la tropa, proseguimos nuestro viaje.

Encima nuestro, el cielo estrellado parecía un ojo inmenso, lleno de luminosas arenas de sueño.

Cada paso propagaba una manada de dolores por mis músculos. ¿Cuántos vaivenes del tranco tendría que aguantar aún?

No sabía ya si nuestra tropa era un animal que quería ser muchos, o muchos animales que querían ser uno. El andar desarticulado del enorme conjunto me mareaba y si miraba a tierra, porque mi petizo cambiaba de dirección o torcía la cabeza, sufría la ilusión de que el suelo todo se movía como una informe masa carnosa.

Hubiese querido poder dormir en mi caballo como los reseros viejos.

Nadie se ocupaba ya de mí. La gente iba atenta al animalaje, temiendo que alguno se rezagara.

Se oía de vez en cuando un grito. Los teros chillaban a nuestro paso y las lechuzas empezaron a jugar a las escondidas, llamándose con gargantas de terciopelo.

Ninguna población se avistaba.

De pronto me dí cuenta de que habíamos llegado. Cerca ya, vimos la gran apariencia oscura de 1 I